Parece una obviedad que un templo es un lugar en la tierra, pues es un espacio sagrado entre nosotros. Sin embargo, muchas personas han acudido a un templo y, en sus visitas al espacio consagrado, no han tenido una experiencia de conexión con la Divinidad. Así pues, un templo, por el mero hecho de nombrarse, no cumple necesariamente su función. Es importante que nos suceda algo más para vivir la experiencia sagrada.
Mi primera conexión consciente con lo divino sucedió cuando tenía 15 años, y fue en la montaña, sin intervención de un espacio creado específicamente para el encuentro sagrado. Había acudido a la iglesia muchas veces, pero aún no me había tomado la certeza de que la vida tiene un significado profundo, un sentido sagrado que nos trasciende. Para mí, por tanto, la primera experiencia de iglesia fue una convivencia en la naturaleza, en una acampada. Aquel verano comprendí lo que era una iglesia, pues las palabras no adquieren significado hasta que vivimos su sentido a través de una experiencia personal, un acontecimiento que reconstruimos con la cabeza y revivimos por el recuerdo de la experiencia sensorial que tuvimos. A este lugar para el encuentro con lo sagrado, en este ciclo de monólogos, lo llamo Templo en la Tierra. Un acontecimiento que puede producirse en un lugar natural, o construido, en el que somos acogidas por un amor tan grande que propicia nuestro descanso, al despertar la paz que nos habita. En el templo en la tierra tod@s somos acogidos, pues es un reflejo tangible del corazón humano, el núcleo de nuestra existencia en este plano, la tienda celeste que acampa entre nosotras y genera una comunidad que trasciende los egos y los guiones de nuestras vidas. Este templo se manifiesta de diversas formas, pero siempre despierta nuestros sentidos a través del aroma de los alimentos, las plantas, las flores; del sabor del pan que nos nutre, la sal, el té y el caldo; los colores de las paredes, las ropas y los cuadros, y el sonido de los tambores, arpas y flautas. Es un lugar que todos los seres humanos (hombres, mujeres, género neutro) pueden tocar para recordar, cuando regresen a sus hogares, que la vida está llena de belleza. Un espacio para el recuerdo y la celebración.
Inauguro este ciclo recordando el jardín de Innana en la ciudad de Nippur. Un monólogo que he escrito tras conectar con la energía de la diosa, invocando el equilibrio de polaridades de este nuevo equinoccio. El jardín de Inanna tenía su lugar en la tierra, ubicado en la cúspide del templo, que según las últimas investigaciones (Rodríguez Marco, Gabriel:2016) fue probablemente un jardín accesible a la sociedad nippuriense como espacio de belleza que unía lo natural y lo urbano, a hombres y mujeres, a ricos y a pobres. Un lugar sagrado para la igualdad, o la equidad. Lo más parecido a un parque contemporáneo investido de sacralidad.
En mi próxima publicación, Bienamada, que estoy escribiendo poco a poco, desde la memoria sensorial, reencontrándome con mi historia espiritual, hablaré también del jardín de Innana. Es un símbolo poderoso que nos ayuda a concebir el templo como un trozo de cielo experimentable en la tierra. Una metáfora de la comunidad espiritual como cuerpo, expresión tangible de lo divino en todas sus facetas.
Completaremos este ciclo con otros templos históricos y actuales. Templos en la tierra, espacios de conexión que superan el vacío, la jerarquía y el olvido con un manto amoroso que nos acoge; el recuerdo de la comunidad pacífica que podemos llegar a ser, un lugar para descansar un día de la semana y afrontar el trabajo de los nuevos días con una nueva consciencia.
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